Cómo la Scuderia Ferrari está reviviendo sus mejores días en la Fórmula 1 gracias a Charles Leclerc y Carlos Sainz (2024)

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PORTADA GQ SEPTIEMBRE 2022

GQ viajó a la sede de la compañía italiana para descubrir cómo Charles Leclerc y Carlos Sainz están devolviendo a la legendaria marca a lo más alto.

Por Tom Lamont

Fotografía de Jack Bridgland

Cómo la Scuderia Ferrari está reviviendo sus mejores días en la Fórmula 1 gracias a Charles Leclerc y Carlos Sainz (4)

Leclerc lleva balaclava y guantes, propios. Sainz lleva mono, botas y guantes Ferrari. Reloj, propio.

La estrecha autopista abrasada por el sol, a menudo transitada por camiones, separa Bolonia de la apartada ciudad italiana de Maranello. Desde el aeropuerto, si se aprieta bien el acelerador, se tardan unos 50 minutos en llegar a esta localidad. Menos, si se conduce al estilo de Maranello, a semejanza de sus dioses locales, pisando con frecuencia las líneas blancas que separan los carriles para adelantar. Maranello es la casa de Ferrari, la archiconocida marca automovilística italiana, el lugar donde llevan fabricando biplazas descapotables y coches de carreras desde la década de 1940, y la sede de la Scuderia Ferrari, el equipo de Fórmula 1. Se dice que nunca se olvida la primera visita a esta localidad de 17.000 habitantes, cuyo nombre está intrínsicamente ligado a Ferrari, quizá porque los recién llegados nunca podrán agradecer lo suficiente haber sobrevivido al trayecto desde el aeropuerto.

Los dos pilotos de Fórmula 1 de Ferrari, Charles Leclerc y Carlos Sainz —estrellas emergentes del deporte que la popular serie de Netflix Fórmula 1: La emoción de un Grand Prix ha contribuido a glorificar— son realistas ante la perspectiva de conseguir títulos para Maranello, tras tantos años de sequía. Ambos confiesan que su primera visita al complejo automovilístico fue un tanto deslucida, incluso innoble. Leclerc, un diestro y lúcido joven monaguense de 24 años, se quedó a las puertas de la fábrica. Tenía 11 o 12 años y le había llevado un amigo de la familia que trabajaba para Ferrari, pero no le dejaron pasar. “Así que me quedé sentado en el aparcamiento durante dos horas”, recuerda, “intentando imaginarme cómo era por dentro. Fantaseé con una especie de Charlie y la fábrica de chocolate, con Umpalumpas moviéndose de aquí para allá”. El compañero de equipo de Leclerc, Carlos Sainz, un español amable y tranquilo que competía para un equipo rival cuando Ferrari lo fichó, llegó a Maranello bajo un manto de secretismo. “Fue una visita confidencial”, cuenta el joven piloto de 27 años. “Porque se suponía que tenía que esperar a que expirara mi contrato con otro equipo” Sainz siempre quiso entrar por la puerta grande del equipo de F1 más conocido y con más historia del deporte. “Pero resulta que entré por la puerta de atrás”.

Tras pasar un tiempo con ellos, me doy cuenta de que esas dos historias gemelas dicen algo fundamental de la naturaleza de los dos pilotos. Leclerc es más aniñado, un entusiasta. Sainz es más modesto y un tanto melancólico. Mi visita coincide con un día de trabajo. Se pasan horas y horas recorriendo un circuito virtual tras otro en un simulador y atendiendo a tareas técnicas. Quedamos en vernos al término de su jornada laboral, en algún lugar del laberinto de garajes, hangares, oficinas y laboratorios de diseño interconectados que conforman el complejo de
Maranello. Y yo aprovecho las horas libres para caminar por esta excéntrica ciudad construida en torno a una sola empresa. Ferrari Land.

Chaqueta Giorgio Armani. Guantes Ferrari.

En el centro de la ciudad se erige el monumento de un cavallino rampante, la mascota del equipo y el logo de los deportivos y de los bólidos de la firma durante 75 años. Cerca, una mujer pasea a su bebé en un carricoche de un rojo intenso, con la bolsa de pañales a juego. El rosso corsa, el tono rojo fundido de Ferrari —a medio camino entre una manzana Gala orgánica y las cerezas digitales de una tragaperras— se puede ver por todo Maranello. Los mecánicos, muy convenientemente, llevan monos rojos. Camino por un trayecto histórico tachonado de carteles informativos que van narrando la suerte de Ferrari y de Maranello desde la Segunda Guerra Mundial, y que se distingue del pavimento normal por su asfalto rosso corsa. Al llegar a la Iglesia de San Biagio, el rojo del fabricante de coches se te ha grabado tanto en la retina que enseguida te das cuenta de que, en una de las vidrieras, hay un Jesús vestido con lo que parece el mismo tono de rojo.

Una vez hubo un sacerdote en esta región, Don Sergio Mantovani, que solía conducir Ferrari de carreras en su tiempo libre con un rosario apretado entre los dientes. Años después, el párroco de San Biagio hacía doblar las campanas para celebrar las victorias del equipo. Sus sucesores han continuado animando a los lugareños cada vez que un piloto de Ferrari hace ondear la bandera de cuadros blanquinegra en cualquier parte del mundo. Las campanas tañeron en marzo, cuando Leclerc terminó primero en la carrera inaugural del Gran Premio de Baréin; en abril, cuando salió vencedor en Australia, y dos veces más tras las victorias de Sainz y Leclerc en julio. Mi visita a Maranello tiene lugar a finales de primavera, justo a mitad de temporada de F1, cuando los rivales de Ferrari ya han empezado a escalar puestos. Pese a todo, el ambiente es optimista. ¡Por fin!, suspiran los maranelienses. ¡Un coche competitivo! ¡Pilotos competitivos! Cualquiera que siga la F1, o que vea documentales de Netflix, sabrá que el equipo de Ferrari no ha sido lo
que se dice un rival difícil.

Dentro del complejo de Ferrari, choca un poco oír hablar abiertamente de los recientes fracasos del equipo. Las temporadas anteriores fueron pésimas. Un desastre. Lo dicen los ejecutivos en mangas de camisa mientras beben sus espressos. Lo dicen los empleados de bata blanca que han salido de los laboratorios para vapear. Lejos de mostrarse desleales, su sinceridad revela la convicción de que se ha dejado algo atrás y de que vienen tiempos mejores, si no esta temporada, la siguiente. En un hangar impoluto donde se restauran Ferraris de coleccionismo, un equipo de mecánicos veteranos silba para expresar su satisfacción por cómo van las cosas. El piloto más veloz, Leclerc, es su favorito.

Camiseta de punto Ferrari. Casco, propio.

Es una tarde abrasadora y varios Ferraris de épocas diferentes, algunos de los años 40, abandonan el hangar recién pintados. Pero el cielo se oscurece y una tormenta descarga tanta lluvia que el agua sale a borbotones de las alcantarillas. Al final tienen que aparcar los coches bajo un toldo, todos muy juntitos, como si fueran camionetas y todoterrenos en alguna fiesta al aire libre pasada por agua. Dentro, mientras la lluvia repiquetea en el tejado, continúa la restauración de los coches, entre ellos un bólido de F1 que compitió en la temporada de 1967. No ganó ningún campeonato, pero aún así brilla como si estuviera esperando algún elogio. Un archivo acristalado alberga documentos técnicos de todos los Ferraris fabricados en Maranello, incluidos los 15 coches que han competido en los campeonatos de F1.

Los mecánicos guardan sus herramientas y los demás empleados dejan sus vasos de espresso o se guardan los vapeadores. Leclerc y Sainz entran en el hangar huyendo del chaparrón, iluminados por las luces púrpura de los relámpagos, creando una escena muy cinematográfica. El equipo de veteranos los saluda calurosamente con un abrazo, pecho contra pecho, como si quisieran fortalecer sus corazones para el resto de una temporada que aún no está decidida. Leclerc no puede evitarlo y se acerca al reluciente bólido del 67, ese caso perdido sin victorias en su haber. Con afecto —al fin y al cabo él también tiene que demostrar que puede ganar— le da una palmadita en su pulida carrocería.

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Ambos están aquí para probarse la ropa de la nueva colección de Ferrari. También firmarán prendas para los fans, se sacarán fotos con los industriosos empleados de Ferrari y se relajarán un poco entre los coches de coleccionista tras horas conduciendo en un simulador y resolviendo problemas técnicos. “Ha sido el día más duro de la semana”, me dice Sainz. “Después de 150 vueltas no puedes ni pensar”. Tiene una mirada tierna y un atractivo natural, pero no parece ser muy amigo de los espejos, al menos no hoy, visto su pelo perezosamente peinado con una raya lateral. Carlos realiza tareas rutinarias, como subirse los vaqueros o atarse los cordones de los zapatos con los movimientos precisos y calculados de alguien que se ha pasado la vida manejando objetos demencialmente caros susceptibles de quebrarse.

Leclerc, que tiene fama de guapo, tiene un aspecto más arreglado que su compañero de equipo. Enseguida te lo podrías imaginar como el líder de una boy band. Cae bien a todo el mundo e insiste en pilotar llevando una cadena de oro, un regalo que le hicieron a escote sus mecánicos, porque le da buena suerte, pero el reglamento de seguridad contra incendios prohíbe a los pilotos de F1 llevar cualquier tipo de joyas. “Cuando tienes siete años y ganas dos carreras seguidas, crees que eres imbatible”, dice Leclerc. “Mi padre me dijo: ‘Sé siempre humilde, incluso en los mejores momentos, pero especialmente cuando te sientas imbatible”.

Se está probando un pasamontañas rojo y un par de guantes. Sainz se acerca a Leclerc y le murmura: “Guapíííísimo”. Empiezan a meterse entre ellos y, de repente, se ponen a discutir con avidez sobre una curva complicada de la próxima carrera, un giro inesperado que les ha aparecido en el simulador. Todos los equipos de F1 tienen dos pilotos en cada carrera. Salvo escasas excepciones, internamente uno de ellos suele ser el favorito. Hay un número uno y un número dos. Aunque Ferrari insiste en que no tienen un número uno, desde fuera da la impresión de que Leclerc es el hijo predilecto y Sainz, unos años mayor, su eterno compinche. Los pilotos que se enfrentan a esta situación tan extraña y antideportiva suelen odiarse mutuamente, pero estos dos parecen colegiales a quienes les gusta competir, me dice un ejecutivo de Ferrari en el garaje. “Se llevan bien. Se enzarzan en una conversación y, de repente, se retan ante cualquier cosa, como quién llega a la puerta del baño antes. Y luego se lían a hablar otra vez”.

Camiseta de punto, pantalones y botas Ferrari. Reloj, propio.

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Pero es inevitable no sufrir un poco por Sainz. Para los pilotos de F1, Ferrari es lo más alto a lo que se puede llegar. Lo más probable es que Leclerc únicamente se vaya a otro equipo si fracasa y le enseñan la puerta. Cualquier esperanza que Sainz albergue de ganar algún título con Ferrari pasa necesariamente por que su compañero la fastidie. Sainz dice que si se sorprende a sí mismo dándose pena por alguna razón, “si un día estoy cansado, o triste, o me pasa cualquier cosa, si estoy de mal humor y no sé por qué”, busca un lugar tranquilo en el complejo de Maranello para repetirse un mantra. “Joder”, dice. “Soy piloto de Ferrari. Estoy en Maranello. Hoy voy a pilotar con un simulador. Voy a poner a prueba el bólido. Y muy pronto voy a salir al circuito”.

Las carreras, coincide Leclerc, son el reseteo definitivo. Cuando era adolescente y competía en las Series Feeder de F1, su querido padre, Hervé, falleció. Leclerc pasó a la siguiente carrera programada días después de su pérdida y la ganó al estilo del jugador de fútbol americano
Brett Favre. Sientes que estos pilotos son capaces de soportar el fracaso, las decepciones y las humillaciones de lunes a jueves siempre y cuando puedan deshacerse de la tristeza a 320 km/h. Para Sainz, las pequeñas ofensas están por todas partes. Le dan una pila de gorras de béisbol impolutas en el garaje y estampa su firma en una de las esquinas de la visera, ya de primeras dejando espacio para que el nombre de Leclerc salga antes que el suyo. Aunque prácticamente miden lo mismo, unas figuras de cartón de cuerpo entero de ambos pilotos que vi en el centro de Maranello muestran a Leclerc sacándole una cabeza a Sainz.

El documental de Netflix antes mencionado, una propuesta que se esfuerza en legitimar las experiencias de los pilotos que no se encuentran en el grupo de élite, como Sainz, ha tenido una gran impacto en la F1, ha sumado aficionados al deporte y ha cambiando la manera en la que los fans se relacionan con los pilotos a todos los niveles. Leclerc sólo ha conocido esta época del deporte, magnificado por la serie de Netflix, que se emite desde 2018. Pero Sainz lleva compitiendo lo suficiente como para apreciar cómo han cambiado las cosas. “Te reconoce más gente por la calle”, me dice. “También hay más patrocinadores, más eventos, más fotos”. Lo que quiere decir es que la vida de un piloto ya no va sólo de pilotar coches. Mientras se dirige hacia las gorras de béisbol para firmarlas, concluye: “Ahora hay más autógrafos, más riesgo de distracción”. Cuando termina, Sainz se levanta y se sube un poco los vaqueros de las trabillas. Hay mucho ruido en el hangar. Los mecánicos están probando un coche que emite un ruido como los acordes sostenidos y temblorosos de una guitarra en un concierto de rock. Han elevado un antiguo Ferrari que aún lleva un pulcro equipaje atado a la baca, una incongruencia que arranca un grito a los mecánicos: “Sta andando in ferie!” (¡Se va de vacaciones!). El acorde de guitarra se apaga. A lo mejor Sainz se ha tomado un momento para repetirse el mantra, su método para combatir la autocompasión. ¡Qué narices, pero si estoy en Maranello!

Camisa Giorgio Armani. Guantes, propios.

Camiseta de punto Ferrari. Casco, propio.

En el complejo hay un enorme museo de dos plantas dedicado a Ferrari. Las salas están repletas de coches inmaculados, de trofeos y de recuerdos. El atildado director del museo, Michele Pignatti Morano, les dijo a Leclerc, a Sainz y a sus colegas: “Si nos conseguís otro campeonato, tiro abajo las paredes que hagan falta para vosotros”. A medida que me conduce por el museo, Pignatti Morano me explica uno de los rituales de Ferrari: que algunos de los coches ganadores se traen al museo y se aparcan para siempre sobre plataformas enmoquetadas en una sala que se llama Victory Hall. Suena música melodramática. Algunos fans acérrimos que han visitado el museo han titubeado y lloriqueado. Pignatti Morano le dice adiós con la mano a una pared que podría tirarse si necesitaran espacio para el coche de Leclerc o de Sainz. “Se lo he dicho: ‘No me uséis como excusa”, advierte Pignatti Morano.

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En otras salas del museo, los visitantes pueden admirar el escritorio y el cenicero favorito del fundador de la empresa, Enzo Ferrari, nacido en 1898. Enzo despuntó como piloto de carreras y diseñador de bólidos en los años 20 y 30 del siglo pasado. Según uno de sus biógrafos, el escritor deportivo estadounidense Brock Yates, Enzo estaba entregado “a una única causa: ganar carreras con coches que llevaran su nombre”. Una devoción que en ocasiones iba en detrimento de los objetivos comerciales de su empresa, escribe Yates. Para Enzo, aquellos encantadores cupés y descapotables que comenzaron a salir de las fábricas de Maranello en los años 40 y 50, convertidos de inmediato en una leyenda para los consumidores de automóviles, no valían nada en comparación con sus bólidos de F1, a los que consideraba sus hijos, una pequeña encarnación de su ego. Estaba tan obsesionado con ganar, que apenas viajaba a las competiciones y casi nunca abandonaba la zona de Maranello. Los esfuerzos por aumentar la velocidad de sus bólidos, temporada tras temporada, terminaban cobrándose vidas. A finales de los años 50, el Vaticano estaba tan preocupado por el aumento de fallecidos entre los pilotos de Ferrari, que su periódico comparó a Enzo con Saturno “devorando a sus propios hijos”.

En su libro Enzo Ferrari: The Man and the Machine, Yates afirma que su relación con el Papa era cercana, y que, cuando el jefe de Ferrari estaba agonizante, se confesó con el Papa Juan Pablo II por teléfono antes de morir a los 90 años, en 1988. Yates pasa a sugerir que, cuando
Enzo feneció, la ciudad que había levantado desde las profundidades rurales, cayó presa de un sentimiento de anticlímax. Pero los pájaros seguían cantando en Maranello. ¡La gravedad seguía manteniendo las cosas en su sitio! Las carreras de F1 también continuaron, como siempre lo hacen, pausándose pero nunca deteniéndose debido a la tragedia.

Desde los años 90, Ferrari sin Ferrari pasó por periodos de fracaso y de éxito. El más vertiginoso tuvo lugar entre el 2000 y el 2004, cuando el soberbio piloto alemán Michael Schumacher ganó cinco campeonatos seguidos. La división de consumo de la compañía también se empezó a cuidar con esmero, y en la década de 2010 Ferrari se había posicionado junto a firmas como Gucci y Hermès, un significante que trascendía la mera velocidad. Las colecciones de moda de Ferrari —la primera fue lanzada en 2021— son una de las actividades que la compañía ha ido implementando para expandirse. Pronto, Ferrari comercializará todoterrenos.

En el museo, Pignatti Morano me conduce hacia una exposición de supercoches, la mayoría prestados por sus ricos dueños. La posibilidad de que esta institución pueda permitirse adquirir estos coches es muy pequeña. Los deportivos de Ferrari se fabrican con una escasez calculada, y el valor de los modelos vintage se dispara en el mercado secundario. De pie junto a un supercoche de 2013, elevado hasta la altura de sus bolsillos, Pignatti Morano espera la llegada de un joven visitante. Sube la puerta de mariposa con un rápido movimiento, invitando al incrédulo chaval a subirse y a disfrutar un poco de este lujo de siete cifras. El niño está deslumbrado y tiene los ojos bien abiertos. Tras un minuto se le ve aturdido, como si hubiera dado 150 vueltas en un simulador dificilísimo. Si el objetivo de las firmas de lujo es hacer que la gente pierda los sentidos, está claro que Ferrari lo ha conseguido.

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En una sala dedicada a coches hechos a medida, por cuyo precio, dice Pignatti Morano, “es mejor no preguntar”, hay un vehículo que parece un barco y al que le falta una parte muy importante: no tiene parabrisas. Pignatti Morano explica que tiene una característica de diseño frente al volante que empuja el viento entrante por encima de la frente del conductor. ¿Y funciona? “¡Debería hacerlo!”, responde, y añade: “Lo he probado. Pero, bueno, para conducir éste se necesita casco”.

¿Son graciosos los Ferrari alguna vez? La respuesta depende del gusto personal y de cierta tolerancia por la extravagancia. Lo que está claro es que una firma como Ferrari, pertrechada como está en la circunspecta cima del mercado de los bienes de lujo, tiene mucho que perder si alguna vez hace ‘gracia’. Mucho más que sus rivales en el sector del motor, Ferrari tiene que proteger una reputación doble, y esto significa una relación problemática con la costumbre en los deportes de despotricar contra el rival, con las bromas. Netflix lo capturó bien en un episodio de 2021 protagonizado por Sebastian Vettel, antiguo piloto de Ferrari y cuatro veces campeón del mundo. Durante la era Vettel, el equipo no estuvo a la altura de sus principios, o de los del piloto. El equipo andaba ya corto de reputación, y a Vettel le gustaba ser irónico y divertido al respecto en sus declaraciones públicas. Hay una escena en la que le piden que se abstenga de decir bromas en un vídeo promocional. Vettel se mofó: “¿Así que el credo de este fin de semana es ‘no te rías’?”.

Desde fuera, y estando sumergido en el melodrama de Maranello, diría que podría tratarse del credo de toda la operación. No te rías. Venera el rojo. Muerde un rosario y pasa zumbando por la pista. Estamos hablando de franquicias de deportes obsesionadas con la competitividad y cuya primera preocupación es aplastar al rival. Pero hay franquicias de deportes, no menos ambiciosas en un sentido general, en los que esa obsesión va por dentro. En el fútbol les pasa a equipos como el Liverpool, que son como Ferrari en el sentido de que la intensidad de su auto ensalzamiento produce una veneración vicaria en los demás. Muchos aficionados al fútbol que no son hinchas del Liverpool apoyan al equipo, aunque sólo sea para que la realidad encaje mejor con exaltadas historias que cuentan de sí mismos. La perspectiva de que Ferrari recupere el esplendor en la F1 es apasionante para todos, excepto para los más amargados.

Y si Leclerc ganara el título de F1 para Ferrari... Está claro que podría conseguirlo con cualidades que brillan por su ausencia en Maranello: un poco de desfachatez y cierto aprecio por lo absurdo de la F1. Como muchos competidores de élite, Leclerc posee una alta tolerancia por la repetición, los datos técnicos y la presión al volante. Sin embargo, no ha permitido que esto atenúe su vena traviesa. En cuanto se retira el casco después de una carrera, le gusta mirar a su alrededor en la sala de pesaje y ver por la cara de otros pilotos que no vendría mal conversar un rato. Cuando estuvo a punto de ganar su primera carrera de la temporada de 2022 la pasada primavera, le gritó por radio a su equipo de boxes que había tenido un fallo técnico (¡noooo!). ¡A ver si, después de todo, no iba siquiera a cruzar la línea de meta! En la calle de boxes se podía respirar el terror. Pero Leclerc les estaba tomando el pelo. Después de aquello, le ordenaron que nunca más volviera a gastar bromas.

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En el hangar, donde renuevan y acicalan modelos clásicos, le pregunto sobre la primera impresión que tuvo del complejo cuando era niño. Se imaginó la magia de Willy Wonka y a laboriosos Umpalumpas por todas partes. ¿Está su yo adulto decepcionado? Con un gesto de los brazos, Leclerc señala su entorno: costureras cosiendo antiguos asientos de piel, un descapotable valorado en ocho millones desmontado pieza por pieza y con un motor completamente nuevo. Los empleados, Wonkas y Umpalumpas todos, ayudan a convertir ideas improbables en algo tangible. “Es mucho más de lo que me había imaginado”, dice.

Durante mi visita a Maranello, los publicistas de Ferrari dejaron claro que no permitirían preguntas sobre posibles lesiones o muerte en la pista. Pero ahora, en el garaje, Leclerc saca el tema prohibido para explicar mejor lo mucho que disfruta estando aquí. Su madre lo llama a veces por teléfono, asustada, dice Leclerc. Aquel amigo de la familia, el padrino de Charles y la persona que lo trajo por primera vez a Maranello, era un joven aprendiz llamado Jules Bianchi que se convirtió en piloto de F1, pero que murió en un accidente en 2014, a los 25 años.

Arthur, el hermano pequeño de Leclerc, también es piloto. La familia ha estado —y continúa estando— expuesta al riesgo. El interés por la F1 suele ser mayor al principio, cuando las colisiones son más comunes. Después sube y baja en función de cuándo se informa de los accidentes en las redes sociales. Netflix, que trata a los pilotos como personas reales y con familias reales, sigue destacando las colisiones y las emite a cámara lenta. ¿Los Ferraris tienen gracia alguna vez? Para los padres, no; para los socios, tampoco.

“Para mi madre es muy duro”, dice Leclerc. “Ya no sé qué decirle, más allá de que me encanta lo que hago. No hay nada que pueda decirle para que se sienta mejor. Tampoco le voy a decir que tendré cuidado porque no sería cierto. Siempre doy lo mejor que tengo, lo que haga falta. Ella
sabe que es un deporte peligroso. Es muchísimo más seguro ahora que antes, pero sigue siendo un deporte arriesgado”. Leclerc dibuja una sonrisa incongruente. Veo un leve destello de pirata en un ojo. “Ella sabe”, dice, “que cuando me monto en un coche, soy feliz de verdad”.

La tormenta Amaina y el cielo sobre Maranello se despeja a tiempo para mostrar un espectacular atardecer. Con ciaos y apretones de manos, Leclerc y Sainz se dirigen al aparcamiento. Si tuvieran problemas para dormir, siempre pueden relajarse imaginándose que completan vueltas en un circuito de F1 y viendo sus abreviados apellidos, LEC y SAI, subir y bajar en marcadores ficticios. Por la mañana volverán a reunirse con el equipo de management en el aeropuerto de Bolonia para subirse a un jet privado rumbo a la próxima carrera.

Dejaré Italia desde el mismo aeropuerto, a la misma hora, pero llego allí antes que nadie tras un vigorizante trayecto en coche. El taxista maneja el volante con una mano mientras habla por teléfono con la otra, con esa mezcla artesanal de poco freno y mucha velocidad que ya considero una desafiante exquisitez local. Lo último que veo en el espejo retrovisor del coche es la torre de la iglesia de Maranello, al cura de Ferrari Land y las campanas esperando para tañer de nuevo. En el vestíbulo del aeropuerto, hay una tienda de Ferrari con varios maniquíes en el escaparate. Todos llevan una bomber de la marca y miran en dirección de las pistas. Parece que ellos también estén conteniendo la respiración.

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* Tom Lamont es un periodista establecido en Londres. Traducción y adaptación: Marta Caro.

** Una versión de esta historia apareció originalmente en el número de septiembre de 2022 de GQ con el título “Red Hot”.

CRÉDITOS DE PRODUCCIÓN:
Fotografías: Jack Bridgland
Estilismo: Tobias Frericks
Grooming: Maria Carlini
Asistente de grooming: Joana Gandola
Producción: C41
Localización: Officine Classiche en la Ferrari factory

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Author: Zonia Mosciski DO

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